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Los hijos y las riquezas

Los hijos y las riquezas

Los economistas juzgan desde dos perspectivas distintas la demografía de los pueblos. Según la primera, el aumento de hijos y el aumento de población lleva consigo al aumento de la pobreza. Según la segunda, el aumento de hijos y de la población genera riqueza y bienestar.

Para la primera perspectiva el aumento de bocas y de manos exige dividir el patrimonio. Como los bienes materiales son escasos, es obvio que el número mayor de seres humanos genera una disminución de réditos, de bienestar, de alimentos y energía “per capita”. En definitiva, provoca mayores problemas al disminuir los ingresos personales y aumentar la pobreza.

En esta óptica, reducir el número de hijos sería un paso necesario para lograr un mejor nivel de vida. Uno de los lemas clásicos de esta teoría es que “la familia pequeña vive mejor”. O, sin ser lema, se piensa que el desarrollo de los pueblos pasa a través de un férreo sistema de control demográfico.

En la segunda perspectiva, la llegada de más hijos genera el deseo de aumentar la productividad, de conseguir nuevas fuentes de energía, de racionalizar la vida agrícola para conseguir mejores rendimientos a menor costo. La llegada de una numerosa generación de hombres y mujeres jóvenes implica, además, el aumento del “potencial humano”, un incremento de la densidad de población, una mayor cercanía entre los individuos y un dinamismo productivo que eleva el nivel de vida de todo un pueblo.

Salta a la vista que la presentación es sumamente pobre y que ha dejado de lado, intencionalmente, una enorme cantidad de factores que hay que tener en cuenta para ver si el número de hijos beneficia o perjudica a un determinado pueblo.

Entre los muchos elementos que habría que recordar, estarían los siguientes: el clima, la cantidad de agua potable y no potable disponible, las fuentes de energía, las materias primas, la calidad de la tierra, las costumbres y los modos de comportarse que influyen en la vida económica de la gente: vicios o virtudes, capacidad de ahorro o despilfarro, corrupción administrativa u honestidad política, sistema fiscal, eventuales epidemias, relaciones con los países fronterizos, existencia o no de deudas, leyes en vigor, convicciones éticas y religiosas, conflictos armados o luchas raciales, etc.

Hay que señalar que en estas perspectivas (la contraria y la favorable a la llegada de los hijos) se esconde un peligro que llega a ser, en muchos casos, una triste realidad: valorar a los hijos sólo en función del beneficio o del daño que puedan ofrecer al sistema económico.

En la segunda perspectiva, que goza hoy día con pocos defensores “visibles”, sería bueno promover la natalidad para mejorar la economía. Con ello se corre el riesgo de valorar al hijo sólo en cuanto fuente de bienestar y de progreso, o de ver la familia como si fuese una pequeña industria que proporciona obreros y consumidores a un determinado estado.

En la primera perspectiva, que tiene muchos y poderosos partidarios, la natalidad debería ser reducida, a cualquier precio, en función de la búsqueda de un bienestar cada vez más elevado, aunque sea ofrecido a menos personas.

Existen, desde la lógica antinatalista, pueblos en los que ha llegado a ser norma obligatoria la ley del “hijo único”. Como si tener más hijos fuese un delito contra el estado, como si la transmisión de la vida fuese algo que deciden las autoridades públicas y no el amor entre los esposos.

En otros pueblos, los gobiernos promueven campañas masivas para esterilizar a las mujeres o a los hombres, o para ofrecer un acceso fácil a medios anticonceptivos y abortivos, en orden a reducir drásticamente las tasas de natalidad. En otros lugares se ha llegado a la legalización del aborto con pretextos engañosos (promover la libertad y emancipación de la mujer, tutelar la “salud reproductiva”), cuando en el fondo lo que se desea es eliminar a los hijos para que la población no aumente.

Señalemos, por lo tanto, el error de fondo que es común a estas dos perspectivas: considerar que una vida vale si genera riqueza, y deja de valer si genera pobreza.

En realidad, es falso pensar que los hijos son valiosos si ayudan al sistema económico, o dejan de serlo si se convierten en potenciales promotores de pobreza. Valen siempre, por sí mismos, sin condiciones.

La defensa de la vida humana constituye el valor básico sobre el que se construyen todos los demás parámetros de la convivencia humana. No es, por lo tanto, un valor inferior al valor económico o a los proyectos de ciertos políticos que dicen preferir más bienestar para menos personas. Es, más bien, el principio fundamental sobre el que puede existir una auténtica sociedad justa y solidaria.

Urge reconocer y respetar la dignidad de cualquier vida humana. Desde el respeto y desde el amor que merece cada nuevo hijo será posible valorar justamente cuáles sean las mejores formas de organización económica de los pueblos, a todos los niveles: familiar, local, nacional, internacional, mundial.

Sólo así tendremos un mundo más equitativo y más solidario. Un mundo en el que ninguna familia se sentirá obligada o presionada a tener menos hijos de los que, con generosidad y esperanza, desearía acoger entre los muros del hogar.

Curación de un paralítico

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Del santo Evangelio según san Marcos 2, 1-12

Entró de nuevo en Cafarnaúm; al poco tiempo había corrido la voz de que estaba en casa. Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio, y él les anunciaba la Palabra. Y le vienen a traer a un paralítico llevado entre cuatro. Al no poder presentárselo a causa de la multitud, abrieron el techo encima de donde él estaba y, a través de la abertura que hicieron, descolgaron la camilla donde yacía el paralítico. Viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados». Estaban allí sentados algunos escribas que pensaban en sus corazones: «¿Por qué éste habla así? Está blasfemando. ¿Quién puede perdonar pecados, sino Dios sólo?» Pero, al instante, conociendo Jesús en su espíritu lo que ellos pensaban en su interior, les dice: «¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: «Tus pecados te son perdonados», o decir: «Levántate, toma tu camilla y anda?» Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados – dice al paralítico -: «A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.»» Se levantó y, al instante, tomando la camilla, salió a la vista de todos, de modo que quedaban todos asombrados y glorificaban a Dios, diciendo: «Jamás vimos cosa parecida». 

Oración introductoria

Padre y Señor mío, bien conoces mi fragilidad y lo difícil que me es guardar silencio y apartarme de las distracciones durante mi meditación. Permite que tu Espíritu Santo me lleve ante Ti, como lo logró el paralítico, y que sepa ser dócil a tu gracia.

Petición

Señor, ¡sáname!, para que sea tu discípulo y misionero.

Meditación del Papa

A propósito de los «sacramentos de la curación», san Agustín afirma: «Dios cura todas tus enfermedades. No temas, pues: todas tus enfermedades serán curadas… Tú sólo debes dejar que él te cure y no rechazar sus manos». Se trata de medios preciosos de la gracia de Dios, que ayudan al enfermo a conformarse, cada vez con más plenitud, con el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. Junto a estos dos sacramentos, quisiera también subrayar la importancia de la eucaristía. Cuando se recibe en el momento de la enfermedad contribuye de manera singular a realizar esta transformación, asociando a quien se nutre con el Cuerpo y la Sangre de Jesús al ofrecimiento que él ha hecho de sí mismo al Padre para la salvación de todos. Toda la comunidad eclesial, y la comunidad parroquial en particular, han de asegurar la posibilidad de acercarse con frecuencia a la comunión sacramental a quienes, por motivos de salud o de edad, no pueden ir a los lugares de culto. (Benedicto XVI, 11 de febrero de 2012). 

Reflexión

¡Qué atrayente es la persona de Jesús! ¡Se juntaron tantos que ni aún junto a la puerta cabían!. Es cautivadora su figura porque refleja el amor del Padre. Él les hablaría del amor misericordioso de Dios que perdona al que le ofende y luego de perdonarle le ama como al más querido de sus hijos. No le guarda resentimiento, sino que le da todo lo que daría al hijo fiel y todavía más porque sabe que es débil y necesita de un mayor amor y cuidado.

Sin embargo, no todos los presentes le escuchaban por primera vez, al menos así parece por la forma de actuar. Quizá le estaban siguiendo desde tiempo atrás, quizá le habían visto obrar y habían convivido con Él. No lo sabemos. El hecho es que aparecen cuatro personas que conducen a un enfermo a Cristo. ¿Por qué lo hacen? Lo más seguro es que ya conocían al Maestro y también conocían el amor que en ese momento enseñaba a los demás. Quizá habían sido objetos de su bondad divina y ahora se dedican a pregonar la gran novedad del amor de Dios. Ha sido tan grande su experiencia y es tan grande la felicidad que han sacado de ella, que se dedican a comunicarla a los demás y a tratar de hacerla partícipe al mayor número de personas posibles. Es tan grande su deseo de transmitirla que rompen el techo de la casa para que un hombre más goce de la felicidad que da ser blanco del amor divino.

Así debemos hacer cada uno de nosotros en nuestras vidas: Esforzarnos por conocer profundamente a Cristo, para transmitirlo al mayor número de personas posible, por encima del cansancio o del sacrificio que ello pueda implicar. La verdadera felicidad de muchas personas depende de nuestro mensaje. No lo reservemos para nosotros mismos.

Propósito

En mi oración, pedir a Dios que aumente mi fe.

Diálogo con Cristo

Sólo Tú puedes devolver a nuestras vidas el estado de gracia. Sólo Tú curas nuestras heridas con el bálsamo de tu amor. ¡Qué afortunados somos, pues no tenemos que desmantelar tejados para obtener tu perdón!

Nosotros mismos podemos acudir sin que nadie tenga que llevarnos…

Conversión de Zaqueo

Del santo Evangelio según san Lucas 19, 1-10 

En aquel tiempo, Jesús, habiendo entrado en Jericó, atravesaba la ciudad. Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico. Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la gente, porque era de pequeña estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa». Se apresuró a bajar y le recibió con alegría. Al verlo, todos murmuraban diciendo: «Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador». Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo». Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido».

Oración introductoria

Jesús, yo como Zaqueo quiero conocerte mejor, pero hay muchas cosas que me lo impiden y me distraen. Hoy vengo a esta oración dispuesto a encontrarme contigo. Mírame Señor, con ese amor con que miraste a Zaqueo, ven a hospedarte en mi alma, prometo no dejarte ir nunca más.

Petición

Señor, haz que venga hoy tu salvación a mi alma.

Meditación del Papa

El motivo de esta alegría es, por lo tanto, la cercanía de Dios, que se ha hecho uno de nosotros. Esto es lo que san Pablo quiso decir cuando escribía a los cristianos de Filipos: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca». La primera causa de nuestra alegría es la cercanía del Señor, que me acoge y me ama. En efecto, el encuentro con Jesús produce siempre una gran alegría interior. Lo podemos ver en muchos episodios de los Evangelios. Recordemos la visita de Jesús a Zaqueo, un recaudador de impuestos deshonesto, un pecador público, a quien Jesús dice: «Es necesario que hoy me quede en tu casa». Y san Lucas dice que Zaqueo «lo recibió muy contento». Es la alegría del encuentro con el Señor; es sentir el amor de Dios que puede transformar toda la existencia y traer la salvación. Zaqueo decide cambiar de vida y dar la mitad de sus bienes a los pobres. Benedicto XVI, 27 de marzo de 2012.

Reflexión

La escena que el Evangelio nos presenta es una evocación del misterio que ha cambiado nuestras vidas: la Encarnación. Dios que quiso venir a visitar la casa de los hombres, el mundo que Él mismo creó. Le necesitábamos, y no dudó en venir para traernos la salvación.

La historia de Zaqueo se repite cada día. Es nuestra misma historia. Somos hombres que buscamos a Dios porque somos débiles. Una multitud que quiere ver en su vida a Cristo cerca y alberga ese profundo deseo en el corazón. Personas que, a pesar de nuestra baja estatura en el espíritu, nos atrevemos a subir a un árbol, porque a toda costa queremos encontrarnos con Él.

Y Cristo no se hace rogar. Sale al encuentro, pasa por el camino, fija su honda mirada en nuestros ojos, que brillan de ilusión. Y nos dice: «Hoy quiero quedarme en tu casa». ¡Y nuestra alma se inunda de gozo! Hemos encontrado lo que buscábamos, la fuerza para nuestra debilidad, la paz y la felicidad para nuestras vidas.

El Señor cambia nuestras vidas. Zaqueo dio a los pobres la mitad de sus bienes. Nosotros, que también buscamos con anhelo a Cristo, saldremos transformados de ese encuentro y le daremos la totalidad de nuestro ser.

Propósito

Hacer una visita a Cristo Eucaristía, auténtica fuente de paz y alegría.

Diálogo con Cristo

Señor Jesús, necesito este encuentro contigo en la oración. El ejemplo de Zaqueo me hace ver que quien te deja entrar en su vida, no pierde nada de lo que realmente hace la vida bella, buena y grande. Tu amistad abre las puertas de un horizonte inmenso. Ayúdame a hacer la misma experiencia y a no tener miedo de abrirte de par en par las puertas de mi corazón.

El ciego de Jericó

Del santo Evangelio según san Lucas 18, 35-43

En aquel tiempo, cuando se acercaba Jesús a Jericó, estaba un ciego sentado junto al camino pidiendo limosna; al oír que pasaba gente, preguntó qué era aquello.Le informaron que pasaba Jesús el Nazareno y empezó a gritar, diciendo: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! Los que iban delante le increpaban para que se callara, pero él gritaba mucho más: ¡Hijo de David, ten compasión de mí! Jesús se detuvo, y mandó que se lo trajeran y, cuando se hubo acercado, le preguntó: ¿Qué quieres que te haga? Él dijo: ¡Señor, que vea! Jesús le dijo: Ve. Tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista, y le seguía glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al verlo, alabó a Dios.

Oración introductoria

Jesús, hoy, en esta oración, te acercas al Jericó de mi alma. Aquí me tienes, como un mendigo ciego y pobre. ¡Jesús, ten compasión de mí! Señor, ¡haz que vea el gran amor que me tienes! Dame el don de la fe. Gracias por respetar mi libertad de modo que pueda ofrecértela, todo lo que soy y lo que creo tener, te lo doy Señor.

Petición

Señor, aumenta mi fe para perseverar en la vida de oración y en mi fidelidad a Ti.

Meditación del Papa

Lo repite siempre Jesús a la gente que sana: Tu fe te ha salvado. Incluso de frente a la muerte, la fe puede hacer posible lo que es humanamente imposible. ¿Pero fe en qué? En el amor de Dios. He aquí la respuesta verdadera, que derrota radicalmente al mal. Así como Jesús se enfrentó al Maligno con la fuerza del amor que viene del Padre, así nosotros podemos afrontar y vencer la prueba de la enfermedad, teniendo nuestro corazón inmerso en el amor de Dios. Todos conocemos personas que han soportado terribles sufrimientos, debido a que Dios les daba una profunda serenidad. Pienso en el reciente ejemplo de la beata Chiara Badano, segada en la flor de la juventud de un mal sin remedio: cuantos iban a visitarla, ¡recibían de ella luz y confianza! Pero en la enfermedad, todos necesitamos del calor humano: para consolar a una persona enferma, más que palabras, cuenta la cercanía serena y sincera. Benedicto XVI, 5 de febrero de 2012.

Reflexión

Era ciego pero tenía las ideas muy claras. Había oído hablar de Jesús de Nazaret, el descendiente del rey David, que hacía milagros en toda Galilea. Y él quería ver. Por eso, cuando le informaron que Jesús iba a pasar por allí, el corazón le dio un vuelco y comenzó a gritar con todas sus fuerzas. ¡Era la oportunidad de su vida! Cuando consiguió estar frente a frente con el Mesías no fue con rodeos; le pidió lo que necesitaba: «¡Señor, que vea!».

Muchos entendidos dicen que este es el modelo perfecto de oración. Primero, buscó el encuentro con Jesús; luego, presentó la petición con toda claridad. Y como tenía mucha fe…

Para rezar bien, es necesario acercarse a Dios, ponerse ante su presencia. Para eso puede ayudar ir a una iglesia y arrodillarse ante el sagrario. ¡Allí está Jesús! Luego, con humildad, suplicando su misericordia como hizo el ciego, le hablamos y le decimos exactamente lo que nos pasa. Sin discursos, sin palabrería. Hay que ir al grano: «Mira, Señor, lo que me pasa es esto…».

Dios ya lo sabe, pero quiere que se lo digamos. Nos pregunta: «¿Qué quieres que te haga?». Entonces, nos escucha y nos lo concede, según nuestra fe.

Pero no acaba aquí el relato. Luego fue a comunicar esa experiencia a todo el pueblo. Había nacido un apóstol. Y consiguió que aquella gente, al verlo, alabara a Dios.

Propósito

Seguir a Cristo llevando consuelo y aliento a un enfermo poco visitado.

Diálogo con Cristo 

Señor, dame la fe para saber que Tú siempre estás conmigo. Necesito la habilidad de ver todo desde tu punto de vista. Permíteme adorarte y glorificarte por tu constante compañía y por nunca dejarme solo en mis problemas y tristezas. Aumenta mi fe para ser capaz de experimentar tu amor en las dificultades y pruebas.